De pequeña, tras leer el Diario de Ana Frank, cerraba muy fuerte los ojos con la cabeza debajo de las sábanas y le pedía a Dios que me dejara soñar con los campos de concentración por la curiosidad de ver cómo podía haber sido aquello. Ahora ya no sé a quién rezar para que nunca hubiera tenido que ver esas montañas de gafas.

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