Tumbado, en pijama azul y pantuflas, tenía un puntito rojo en la cola del ojo. En las prisas de embarcarse en ese último viaje, no encontró los dientes postizos y tuvo que ir sin ellos. Llevaba un atuendo cómodo y simple, pero elegante, sin una arruga, que hacía resaltar los cuatros pelos blancos que le quedaban en la cabeza y que se apoyaban al cojín con un aire anárquico. Casi nunca le había visto despeinado y eso casi me hacía sentir incómoda. La falta de dientes le dibujaba una especie de sonrisa en el rostro. Las manos parecían aún más grandes. Así se iba, con una gorra, las gafas y una flor.