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«Tú, tú y tú». Y se acabó. Volvió a aflorar en el rostro de uno de los tres soldados ese tic nervioso que a veces le daba en la cola del ojo derecho. Ir al frente en ese momento del conflicto era una condena a muerte segura. Con la boca seca, se quedó un poco decepcionado. Había imaginado varias veces esa posibilidad, pero creía que habría visualizado en la pantalla de su cabeza palabras épicas, despedidas gloriosas, las lágrimas de su madre. Sin embargo, nada de todo aquello se manifestó. Se quedó en blanco. Nada de nada. Solo el calor pegajoso de fin de verano le golpeó las sienes.

«Puta mala suerte», masculló entre los dientes el soldado a su derecha en la fila. Esas palabras le devolvieron a la realidad. Ahora estaba enfadado. Habría tirado un puñetazo a su vecino que, con falsa conmoción, estaba celebrando el azar que le había salvado el pellejo. Si el dedo del teniente se hubiera posado sobre el hombro de su vecino, no tendría que pagar por el hurto de fruta del campo colindante con el cuartel. Sí, claro, alguna vez él también había enfundado boca y nariz en esos higos hinchados con ansia, pero no le parecía para tanto. El campesino se había quejado y ahora tres jóvenes escogidos al azar tenían que pagar con la vida. Si le hubieran disparado allí mismo, se habría ahorrado la angustia de tener que recoger sus cuatro cosas en la mochila e ir a despedirse de su madre en un pueblo del sur de Italia.

Llegó a la estación de trenes con antelación. La cabeza se había vuelto a quedar en blanco. Fumó un cigarro y encendió el siguiente con la colilla. No había nadie en el andén. Ni siquiera su compañero, puede que se hubiera fugado antes de tener que ir a anunciar a sus familiares su muerte inminente. El tren tampoco se asomaba. Apareció el otro soldado y apenas se saludaron con un imperceptible gesto de la cabeza.

El retraso se acumulaba y el paquete de cigarros se vaciaba. Sintió que estaba en una especie de ciudad fantasma. «Así será la muerte», pensó.

Alrededor de las siete de la tarde, el altavoz de la estación arrancó con un zumbido. No pilló todas las palabras del mariscal Badoglio. Era un muchacho de pueblo, la escuela nunca había sido lo suyo, pero algo entendió de capitulación y rendición. Soltó una blasfemia y abrazó a su compañero, aturdido ante el anuncio.

Cogieron la mochila y empezaron a correr, como si el mariscal pudiera cambiar de idea, buscarles y forzarles a subir a ese tren. El cielo negro se iluminó como si fuera de día. Murió sujetando entre los dedos la imagen de aquel santo medio calvo.

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Pijama y pantuflas


Tumbado, en pijama azul y pantuflas, tenía un puntito rojo en la cola del ojo. En las prisas de embarcarse en ese último viaje, no encontró los dientes postizos y tuvo que ir sin ellos. Llevaba un atuendo cómodo y simple, pero elegante, sin una arruga, que hacía resaltar los cuatros pelos blancos que le quedaban en la cabeza y que se apoyaban al cojín con un aire anárquico. Casi nunca le había visto despeinado y eso casi me hacía sentir incómoda. La falta de dientes le dibujaba una especie de sonrisa en el rostro. Las manos parecían aún más grandes. Así se iba, con una gorra, las gafas y una flor.

Algo verdadero


Empujé los dedos en las sienes empapadas en busca del interruptor off. No funcionó, así que intenté pasarme el dedo corazón y el indice rápidamente por el rostro, alante y atrás, alante y atrás, pero no, no me borré. “No tienes que escribir algo original, sino algo verdadero”. Así me dijo. Vale, muy bien. Me acordé de esa mañana en la playa, cuando caminaba de un lado al otro cerca de los cambiadores y un niño de mi misma edad se me acercó para preguntarme si estaba loca. Estaba fantaseando de princesas y dragones. ¿Cómo le iba a decir algo verdadero a ese pequeño cerebro?. Opté por la vía más fácil. «Sí».

Montañas


De pequeña, tras leer el Diario de Ana Frank, cerraba muy fuerte los ojos con la cabeza debajo de las sábanas y le pedía a Dios que me dejara soñar con los campos de concentración por la curiosidad de ver cómo podía haber sido aquello. Ahora ya no sé a quién rezar para que nunca hubiera tenido que ver esas montañas de gafas.

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La tinta apenas se ve


Cuando veo a alguien lanzarse sobre un asiento libre del metro, pienso en los Ejercicios de Estilo de Queneau y, acto seguido, me da ganas de aplaudir hasta pelarme las manos y gritarle: «¡Muy bien! ¡Enhorabuena! ¡Lo lograste! ¡Sí que se puede! ¡Tú puedes! ¡Te lo mereces!». Levantaría su puño por encima de las otras cabezas sentadas para que todos se unieran a esta orgía de tripudio. Los túneles mugrientos cambiarían color hasta convertirse en un caleidoscopio. Sí, una música triunfal sería lo adecuado ahora. Gracias. Y luego pienso que estoy escribiendo detrás de un ticket, que si mi amiga quisiera, no podría cambiar el regalo, tendría que darle a la vendedora todas estas chorradas, pero hubiese podido tranquilamente escribir por la otra cara ya que la tinta apenas se ve.

He soñado con que era la novia de un tipo que parecía salido de una peli de Ken Loach y esperaba que pasara el verano para deshacerme de él como de las sandalias.


Mirando la piel de cerca en el pequeño espejo, aparecían manchas bronceadas. Formaban una estrecha red, como en los retratos compuestos por miles de pequeñas fotos. Mientras esperaba con las manos enfundadas en el abrigo verde -que le arropaba perfectamente las espaldas, pero demasiado largo para sus brazos- pensó que quizás era hora de ponerse a régimen. Los pasajeros que salían del metro apresurados intentaban no pisar el gato blanco de ojos diabólicos que se balanceaba bajo el peso de las pilas. Él le habría dado un abrazo vacío al llegar. Lo sabía. Y lo tuvo aún más claro cuando escuchó dos amigas pasear a su lado hablando en inglés en voz alta, como si no les importara que les escucharan. Habían quedado para sus cuentas pendientes con Madrid o para retrasar su llegada a casa. Se lió un cigarro y apuntó en la libreta: «Escribir de mi en tercera persona». Se secó los mocos rápidamente porque no quería que él le viera así. No después de tanto tiempo. El abrazo y el vacío tardaban.


La única manera para que los dos nos quedáramos sin monedas era seguir apostando. Pero no lo hicimos.

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Molinos


Se sentó en el borde de la cama y deshizo el nudo de las sandalias con la mirada clavada en sus ojos hoscos. Él se quedó unos segundos perplejo, observado el contraste entre la mojigata y la colcha que caía simétricamente e impoluta de los cuatro ángulos de la cama. «No es aquí», cortó, y se apresuró hacia el pasillo al abrigo de sus intenciones.
Se lió un cigarrillo haciendo aspaviento con los brazos y empezó a hablar sin tragar saliva de cantantes melódicos de los noventa, de aquel ciego que se hizo muy famoso tras aparecer en el festival en la tele y de las turbias historias que circulaban sobre él. Iba de un lado a otro de la terraza con pasos cada vez más grandes. De vez en cuando se acariciaba la barba, totalmente ajeno a cualquier respuesta. Esos pies expuestos al sol le habían mosqueado. Se acababa el verano. Quizás si en secreto guardaba un excel con todos los libros que había leído.

Lo vi todo. Nadie confiaba en mis capacidades de observador rítmico, de custodio de la verdad, juez en tierra del bien y del mal, narrador omniscio de esta sórdida historia. Puedo afirmar con orgullo que es gracias a mi -y, repito, SOLO a mi- que se ha destapado todo el entramado. Horas en alerta. Vigilante y celante servidor de esta casa, incluso cuando la señora de la limpieza y los nietos me miraban con menosprecio. Cuando le pillé con mi cámara oculta, nadie fue capaz de aguantarme la mirada. Os lo había dicho. Y ahora aquí estoy… sin pilas, las agujas congeladas en las 17.42. Me cubro de polvo en la estantería de la cocina, como cualquier otro vulgar despertador.

***

Ay, hijos… Lo que tuve que aguantar! Pasé mucho miedo… Aunque ahora todo se ha acabado -alabadoseaelseñor- aún tengo pesadillas por la noche. Me despierto de repente, el camisón empapado de sudor y me tiemblan las piernas. Entonces me levanto, pongo la olla con las judías y rezo mi rosario. Mi hijo, el cura, me trajo uno bonito de su peregrinaje a Lurdes. Puedes poner la voz grabada del papa y rezar con él. Juan Pablo II, claro, que era más simpático. Solo así se me curan los espantos ahora que el otro está en la cárcel. Quien me lo iba a decir… Cuando bebía agua me daba cuenta de que sabía un poco raro, pero nunca hubiese imaginado que podía ser eso… Eso con el nombre difícil. Soy buena gente, no le hago daño a nadie. No sé porque estaba enfadado conmigo. Cada vez que le pedía que se sentara a mi lado a escuchar Radio María no me hacía ni caso. No me ayudada con los pasteles para la iglesia. Pasaba del bus que estaba organizando para ir a Medjugorie. Me casé con él hace 53 años y así me recompensa, con las gotas. Cuando le conocí, tenía 16 años y trabajaba en la fábrica textil del pueblo de al lado. Ay señor. Dios nos bendijo con dos varones. Uno se metió a cura, el otro está casado y tiene dos hijos. Todo me iba bien… pero un día, cortando la cebolla mientras escuchaba el programa de recetas de Sor Benedicta, el cuchillo me resbaló un poco y me lastimé un dedo. Abrí el botiquín de los medicamentos y ¿Qué vi? Ay señor, señor… un frasco amarillo sin nombre. Estaba lleno de un líquido que no tenía olor. «Le voy a preguntar», pensé, pero entre catequesis y ganchillo se me olvidó. Igual me había dicho algo de eso mientras escuchaba la misa por la radio. Mira que le dije que no me hablara mientras rezaba. Nada. La idea de comprar un despertador con cámara en realidad le vino a mi sobrino. Mis hijos pensaban que se me había ido un poco la pinza.

[To be continued]


Hacía frío. Ella, la más bella de todas, la que levantaba suspiros y envidias, temblaba. No le apetecía nada salir al escenario esta noche. El viento sacudía la enorme jaima azul y ponía en revuelo plumas y lentejuelas. Había que ser muy atrevidos para ir al circo en un día así. Si ella fuera una abuela, pensó, nunca se le ocurriría salir de casa de la mano de su nieto con ese frío. El ruido de la lluvia se amplificaba bajo la tienda. Un día más delante de un público húmedo, mujeres despeinadas y jóvenes mocosos y acatarrados. Cada vez que un aliento de aire deslizaba debajo de la tienda levantando el polvo, aguantaba la respiración durante unos segundos. No se quitaba de la cabeza la esperanza de ver entrar un caballero bien afeitado con una gorra gris que giraría la cabeza antes a la derecha y luego a la izquierda con una mirada traviesa. Tenía que estar lista, podría llegar en cualquier momento. La escena siempre seguía el mismo patrón. Él entraría, sacudiría su paraguas, se quitaría la gabardina y le ofrecería el reparo de su abrigo. Eso sí, la nacionalidad de su misterioso admirador podía variar según el momento. En los días fríos como este, le pegaba más ser un árabe de tez morena y el aliento que sabía ligeramente a café y tabaco. Ella se dejaría llevar, arrastrando la envidia de todas sus compañeras. Se acabarían los entrenamientos en los que había que levantar pesos hasta 30 veces superiores al suyo. Saborearía con cierto gusto las palabrotas que le lanzaría el dueño de la compañía, ese hombre corpulento y grosero, con sus bigotes grasientos que siempre le hablaba con menosprecio. Aún faltaba una media hora para la función. No se oía nada más que el ruido del agua y del viento, ni siquiera una pompa de chicle explotar. La caja de metal estaba totalmente vacía, pero en ese momento lo único que le preocupaba era su color hortera. La más bella de todas, la que levantaba suspiros y envidias, no soportaba estar rodeada por sus 299 compañeros. No aguantaba la hipocresía de sus rostros cuando se encendían los focos, le mareaba ese contacto tan cercano con todos estos cuerpos color cacao, por no hablar de esa gente que le miraba a través de una lupa, pero hoy era un día especial. Toda esa lluvia y el frío glacial solo podían anunciar que algo gordo iba a pasar. De repente le asaltaron las dudas. ¿Y si el hombre de su vida se había quedado en casa con su mujer oriental? ¿Y si prefería quedarse con sus hijos y su perro en lugar de escapar con ella? (Los perros, ¡qué miedo!) ¿Y si era una espía del régimen y se encontraba en peligro, rodeado por enemigos? Hacía demasiado frío como para pensar. Estaba tiritando. Los otros artistas se habían refugiado uno al lado del otro soñando con mantas de terciopelo. Se acercó a ellos. Les odiaba, pero hoy, hoy era un día especial y si tenía que sentarse al lado de sus compañeros para aguantar la espera, lo habría hecho. Con toda su discreción, fue hacia ellos. A medida de que se aproximaba, notó que algo raro estaba pasando. Sus patas se hacían cada vez más pesadas, le costaba mucho avanzar. Le pareció oír sollozos y algún delirio sin sentido. Las voces le llegaban cada vez más débiles. Intentó acercarse más, pero no lograba sumar la suficiente energía. Maldito frío. Se fue la luz. Lo que faltaba. Se topó con algo. Tardó unos segundos en darse cuenta de que era el cuerpo de uno de sus compañeros boca arriba. Una ráfaga de viento la hizo temblar. El dueño del circo estaba imprecando. Se quejaba del dinero perdido, o algo así, y se preguntaba dónde iba a encontrar a otros diminutos artistas. Llegó como pudo a la caja de transporte de los demás. Silencio. Nadie se movía. Se quedó ahí, acurrucada, y pensó que era una suerte que se había apagado la luz. El frío debía haberle convertido en un bicho lívido, con un aspecto horrible y no quería que su jeque saudí la viera así. Cerró los ojos aliviada. Esa noche no iba a celebrarse ninguna función del circo de las pulgas.

 

Atención, historia inspirada en un hecho real: http://www.courrierinternational.com/chronique/2013/04/03/cirque-300-artistes-meurent-de-froid